jueves, 16 de diciembre de 2010

Desorden.


Son esos los desórdenes que no afectan. Que conmueven por la misma ingenuidad de las camisas descolgadas y puños descosidos, enmudece hasta el silencio congelando esas imágenes luminiscentes que perpetúan en la cabeza del metódico desagradecido.

Alma que se nutre del desorden que la aprecia, fluye y desestructura escalones de altas escalinatas induciéndolas al revés.
Alma que vuela abatida en las esquinas lúcidas de objetos y desinterés, levantando adoquines para encontrar el cambio de tercio que la reubique como si se tratase de un puzzle recién abierto esparcido en zócalos malavenidos. Desorden en el marco y encrucijada en las piezas perdidas de tanto desencajar.

Vuelta al principio y nueva parte que se queda escondida tras la alfombra, de debajo del sofá, de debajo del techo, de debajo del cielo, de debajo del mundo, del debajo de debajo del qué. Parte perdida e insustituible del todo sustancial compuesto por sustancias entendidas como agua y arena, mientras se ensamblan las restantes con acero del vecino que se embriaga con el vino de puertas cerradas y se niega a compartir el prodigioso fragmento que a éste le falta.

Caos de ratonera escéptica en los muebles de esos, nuestros semejantes y una copia, que se refleja, se refleja como Apolo y como Apolo se pierde en la brújula de los que buscan una senda en el delirio.

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