domingo, 8 de agosto de 2010

El deshielo del Ártico

Cuando me fijo, lo que la mano sostiene es más un ladrillo rojizo que una piedra con clase, decido que dado el fin, el medio me importa un carajo.
Lo lanzo contra el espejo, que no es espejo sino una superficie grisácea de mar edulcorado y mugriento salpicado de pasta de dientes.
La puntería es solo cosa de sueños y aquí, ahora, el centro queda tan lejos como cuando el mediterraneo era azul y con suerte me da para alcanzar diez centímetros dentro del borde.

(Todo, absolutamente todo, es un doble o triple sentido)

Cadenciosamente una grieta cobra vida y astillas color cristal metalizado vuelan en todas direciones en oleadas de vanidad sin alcanzar a rozar siquiera el indiferente disfráz de disfrazada indiferencia que de tan extravagante no sabe ser otra cosa que vulgar.
El ladrillo que quiso ser piedra cae al suelo y se mimetiza con las valdosas del portal.
Cruce de piernas, vidrio por doquier y fin del espectáculo.
Un teléfono que no suena y el arrojo-casualidad de pretender siete años de mala suerte.

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